Hay preguntas que no se responden en el aula ni en un congreso académico. Surgen, más bien, en el silencio del camino, en el dolor que persiste en el cuerpo de las personas y es compartido en los procesos terapéuticos, o en el temblor de una emoción al contemplar un glaciar que se derrite. En ese cruce entre experiencia y sentido fue que comencé a cuestionarme no solo qué hago como kinesiólogo, sino desde dónde ejerzo, con quiénes y para qué.
Mi formación universitaria, como la de tantos profesionales de la salud, puso el foco en lo técnico: anatomía, fisiología, neurología, protocolos. Pero la salud mental, los derechos humanos y el medioambiente aparecían —cuando lo hacían— como notas al margen. Sin embargo, una vez en el ejercicio profesional, esos temas no solo se volvieron centrales: se volvieron urgentes. Eran los que latían en mis pacientes, en las comunidades con las que trabajé, en mi propio cuerpo.
Frente a esa ausencia de herramientas formales, tuve que buscar respuestas por otros caminos: la observación, la escucha, la naturaleza, la experiencia vivida. Así fui comprendiendo que el ejercicio físico no es simplemente una serie de movimientos destinados a recuperar funciones, sino una forma de reencuentro con uno mismo y con el entorno. Descubrí que cuando me movía con propósito —subiendo cerros, caminando entre líquenes y araucarias, resistiendo el frío del sur— no solo se activaban músculos, sino memorias, emociones, claridad. El cuerpo encontraba orden.
Esa conexión profunda con la naturaleza no es algo romántico ni accesorio. Es política y es salud. Comprendí que la salud humana está intrínsecamente vinculada a la del entorno que habitamos. Hoy existen enfoques como “One Health” que promueven esta visión integral. Pero más allá de los marcos teóricos, la vivencia es clara: no hay bienestar personal posible si los ecosistemas están colapsando. No se puede cuidar el cuerpo mientras se devasta el territorio. Lo mismo que nos enferma como individuos —el estrés, el sedentarismo, la fragmentación— está relacionado con aquello que enferma al planeta: la desconexión, la explotación, la negación de los límites.

Eduardo Felipe Alfaro (PT, Master in Public Health)
Ministerio de salud de Chile; Investigador asociado al Instituto de Filosofía y Ciencias de la Complejidad (IFICC).
Eduardo Felipe Alfaro, kinesiólogo y magíster en salud pública, trabaja en el Ministerio de Salud, Chile. Su trayectoria cruza salud pública, derechos humanos y salud mental. Ha investigado el dolor persistente en víctimas, aportando una mirada crítica y contextualizada al sufrimiento corporal.

Desde esta mirada, la práctica profesional ya no puede ser neutral. En un contexto global de crisis ambiental, desigualdad social y múltiples violencias, cada intervención en salud es también un acto ético. ¿Cómo no vincular nuestro quehacer con la protección del medioambiente? ¿Cómo no considerar que el dolor físico y el sufrimiento mental muchas veces tienen raíces sociales y políticas?
Este enfoque se intensificó en mí luego de trabajar en contextos profundamente marcados por la violencia, como el conflicto armado colombiano y la dictadura militar en Chile. Ahí entendí que el cuerpo no solo recuerda: el cuerpo habla. Habla a través del dolor crónico o persistente, del insomnio, de la tensión muscular, del movimiento “bloqueado”, la depresión. Y en territorios atravesados por el trauma, la salud no se restaura solo con técnicas: requiere presencia, escucha, respeto, memoria. Aunque no haya vivido esas violencias en carne propia, me siento convocado ética y profesionalmente a aproximarme con humildad, aprendiendo de quienes han resistido desde sus cuerpos y comunidades.
Estas experiencias reforzaron en mí la convicción de que la kinesiología puede y debe expandirse a la Red Temática de Salud Mental a lo largo de Chile. Ya no basta con enfocarnos en la rehabilitación de funciones físicas. Podemos ser agentes activos en procesos de salud integral, en la promoción de una vida digna, en el fortalecimiento de vínculos comunitarios y ecológicos.
La ciencia también lo respalda: cada vez hay más evidencia sobre los beneficios del ejercicio en entornos naturales para la salud mental, la disminución del estrés, la prevención de enfermedades crónicas. Pero más allá de los números, lo que importa es lo que sentimos y observamos: cómo cambia la energía al caminar por un bosque, cómo se regula la respiración al sumergirse en un río, cómo se aquieta la mente al mirar el horizonte. No es casualidad: es cuerpo, es biología, es historia compartida con la tierra que nos sostiene.

El acceso a la naturaleza es un asunto clave de salud pública. Diversos estudios han mostrado que la exposición a entornos naturales contribuye significativamente a la reducción del estrés, mejora la salud mental, fortalece el sistema inmunológico y promueve estilos de vida activos. Sin embargo, en Chile —y especialmente en contextos urbanos o de alta vulnerabilidad social— este acceso está lejos de ser equitativo. Mientras algunos sectores disfrutan de parques, cerros y áreas verdes de calidad, otros viven rodeados de cemento, contaminación y escasez de espacios para moverse o simplemente respirar aire limpio. Esta desigualdad territorial también es una forma de exclusión en salud, que debe ser visibilizada e integrada en las políticas públicas. Promover la naturaleza como un derecho y no como un privilegio es fundamental para pensar un modelo sanitario más justo y sostenible.
Por eso, propongo una kinesiología conectada con la vida. Con los ciclos de la naturaleza, con los procesos sociales, con las luchas por la justicia ambiental y social. Una disciplina que se atreva a romper el molde biomédico y a salir del encierro clínico. Que escuche, que se emocione, que acompañe. Que no le tema a lo complejo, sino que lo abrace.
Esta columna es una invitación a repensar nuestro rol como profesionales de la salud. A comprender que el movimiento no solo sirve para sanar el cuerpo, sino también para reconstituir la relación con el entorno, con otros y con uno mismo. A entender que cuidar el cuerpo es también cuidar el territorio.
Porque quizás la verdadera salud no se encuentre entre cuatro paredes, sino allá afuera: donde el cuerpo respira, recuerda, y se vuelve parte de algo más grande que sí mismo.
Y si bien este texto es solo una gota en el vasto océano de información que circula, descubrir que hay profesionales en distintas partes del mundo pensando en lo mismo, y saber de la existencia de The Environmental Physiotherapy Association (EPA), renueva las energías para seguir desarrollando esta línea de trabajo. Esto cobra especial relevancia en países como Chile, donde el modelo de desarrollo económico sigue basado fuertemente en la explotación de recursos naturales, afectando tanto a los territorios como a la salud de sus habitantes. En este contexto, la salud física y la salud mental continúan siendo abordadas como dimensiones separadas dentro de la práctica clínica, lo que representa un desafío urgente para quienes buscamos una mirada más integrada y contextualizada del cuidado.
All images by Eduardo Felipe Alfaro
Gracias Eduardo por este texto esclarecedor. ¡Gracias especialmente por las fotos bonitas!
A mí también me interesa mucho ver la participación de fisioterapeutas/kinesiólogos en grupos de salud mental como su red temática en Chile.
Muchas gracias por el comentario y leer.
Gracias! Me encanta y aporta tu artículo soy Kinesióloga y estoy enfocada en el área de Salud Mental.
Me encantaría seguir promoviendo este enfoque de visión integral y vivencial.
Ya que el la vida, el cuerpo, las emociones y experiencias justamente abren camino con nuestros pasos.